El Misterio del Caminante Solitario - Capítulo uno, parte dos:


El Caminante Solitario nunca cambiaba de ropa. Tampoco, si llovía, abría su paraguas. Solamente lo usaba de bastón. Nunca llevaba una bolsa del supermercado, un libro o cualquier otro objeto circunstancial en sus manos.

Don Ramón no podía dejar de pensar en el Caminante Solitario. ¿Quién era? ¿De donde venía? ¿A dónde iba? ¿No tenía trabajo? ¿O volvía precisamente de su trabajo? ¿Tenía una madre, o una esposa e hijos que le esperasen en casa? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué nunca cambiaba de ruta?

Por eso, aquel día, don Ramón estaba nervioso. Tenía un plan. El plan se le había ocurrido el día anterior, cuando volvía a casa pensando en el Caminante Solitario. Había decidido seguirlo. ¡Sí, seguirlo! Quería saber a dónde se dirigía cada día. Descubrir el resto de su ruta a través de la ciudad. También le gustaría saber de dónde venía, pero eso no era posible. Se conformaría con saber a dónde iba.

Don Ramón abrió el periódico y se sentó a leerlo en un banco del parque. O mejor dicho, a hacer como que lo leía, porque en realidad no podía concentrase en absoluto.

Miró el reloj. Eran las 5 y 31 minutos. El Caminante Solitario estaba a punto de aparecer girando la esquina de la Calle de la Merced. Solamente un minuto. ¿O quizás hoy se retrasaría? ¿Y si no aparecía? No, aquello era imposible. Siempre aparecía. Desde hacía semanas. O meses. Don Ramón ya no podía recordarlo. Contuvo el aliento. El cronómetro de su reloj pasó al minuto 32. Allí estaba el Caminante, con su paraguas, su sombrero y su gabardina.

Como cada día, el Caminante Solitario se dirigió a la fuente y dio de comer a las palomas las migas de su bolsita de plástico. Tiró la bolsa a la papelera y caminó hacia el semáforo.

“¡Ahora!” Pensó don Ramón. Tiró suavemente de la correa de Tommy, que estaba olisqueando unas margaritas a su lado, junto al banco, y caminó a toda prisa en dirección al paso de peatones. No quería que el semáforo volviese a ponerse en rojo antes de que él llegase. ¡Tendría que cruzar el paseo a la vez que el Caminante, o sería demasiado tarde! Si quería seguirle, tenían que cruzar al mismo tiempo. Sino, le perdería.

En unos instantes que le parecieron una eternidad, don Ramón recorrió los pocos pasos que le separaban del Caminante, parado junto al semáforo. Eran exactamente las 5 y 37 de la tarde. El semáforo se puso verde, y don Ramón cruzó el paseo junto con el misterioso hombre de la gabardina.

©This story is from Spanish Short Stories for Beginners published by the Language Academy

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